¡ALEJAOS DE LOS TRISTES!
«Cómo los demás tratan al director ejecutivo no dice nada. Pero, cómo los demás tratan a un camarero es como una ventana mágica en el alma», Del Jones.
Cómo trataba Javier Imbroda a los camareros, y a cualquiera que se acercara a saludarle, decía mucho de él. Básicamente todo.
La primera vez que coincidimos fue en el verano de 2002. Javier era el seleccionador español y estaba en plena preparación del equipo nacional de cara al Mundial que se iba a celebrar en Indianápolis. Yo era un imberbe chaval de 29 años que entrenaba en la LEB Oro a un modesto equipo de la provincia de Cádiz.
Fue la única vez que me enfrenté a él. Aquella era una época en la que aún la selección no hacía esas giras a las que hoy nos tienen acostumbrados, y su necesidad por jugar partidos de preparación y la proximidad entre Málaga (lugar en el que estaban concentrados) y Los Barrios hizo el resto.
Antes del partido, hablé mucho más con Moncho López, que era su ayudante entonces, pero recuerdo ver a Javier acercarse en aquel imponente marco que es el Martín Carpena. Su sonrisa se adelantó a él varios metros, y me estrechó la mano con firmeza mientras me miraba a los ojos. Ignoro si logré disimular la impresión que suponía para mí aquel momento. Javier había dirigido más de 500 partidos en la ACB con apenas 41 años, 10 años atrás había sido medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Barcelona como ayudante de la selección lituana del mítico Sabonis, iba a ser el próximo entrenador del Real Madrid y estaba considerado el mejor entrenador español del momento.
Su amabilidad me desbordó, y ese acento mestizo de su Melilla natal, y de la Málaga que le adoptó, terminó por conquistarme.
Pasaron cuatro años hasta que volví a coincidir con él, mientras tanto yo fui haciendo mi camino y siguiendo con sumo interés el suyo. Y la vida, tan caprichosa, hizo que confluyéramos en un proyecto común. Fue en su tierra, una ciudad a la que llegué con mucho recelo y que terminó por conquistarme hasta convertirme en un admirador incondicional de la misma.
La carrera de Javier había perdido fuerza, su experiencia en el Real Madrid estuvo muy lejos de lo que se podía esperar de él y de un club con tanta historia; llevaba un tiempo sin entrenar y había decidido echar una mano en el equipo de su ciudad ocupando el puesto de director deportivo.
Yo llegué allí en calidad de ayudante y él me saludó de nuevo con la amabilidad y la cercanía de aquel primer día en Málaga. Después nuestro trato se fue haciendo un poco más cercano y compartimos mesa y mantel en más de una ocasión y extraordinarias sobremesas en todas ellas.
Regresó a las pistas con Valladolid aquella misma temporada, aunque siguió ayudándonos desde la distancia, y volvimos a coincidir tiempo más tarde en Menorca, esta vez en clubes diferentes pero dentro de la misma isla. Esa fue su última experiencia como entrenador, posteriormente se dedicó a sus negocios y más tarde a la política, siendo una persona que se ganó la simpatía, el cariño y el reconocimiento de la gran mayoría. Algo prácticamente imposible en ese descarnado mundo.
Recuerdo con total nitidez las tres últimas veces que le vi, dos de ellas en Melilla, ambas circunstancialmente, charlamos amigablemente y me habló de varios de sus proyectos. Otra cuando accedió a mi petición de dar una charla en la puesta de largo de una empresa de la que fui gerente. Allí vimos todos al verdadero Javier Imbroda, hipnotizó al auditorio con su labia y carisma, con esa manera de transmitir tan apasionada y cercana, con sus conocimientos y su simpatía.
Recibí con tristeza la noticia de su enfermedad, y me interesé por él cuando tuve oportunidad de coincidir con Mercedes, una buena amiga y su mano derecha en innumerables proyectos. No por esperada la noticia de su muerte fue menos dolorosa para todos los que en mayor o en menor medida le conocimos. Pero como solía decir con frecuencia en los últimos años de su vida: “¡Alejaos de los tristes!”.